Introducción

Desconocen por completo la dura batalla por la supervivencia que se entablaba entre los prisioneros, de manera especial en los campos más pequeños: la lucha inexorable por el trozo de pan de cada día, por salvar la propia vida o la de un buen amigo. Pongamos un ejemplo: con monótona frecuencia se anunciaba oficialmente el traslado de algunos internos a otro campo de concentración. Con la experiencia del campamento resultaba fácil adivinar el destino final de esos prisioneros: la cámara de gas. Para el traslado, se seleccionaba a los más débiles o enfermos, a los incapacitados para el trabajo, y se les enviaba a alguno de los campos centrales equipados con cámaras de gas y crematorios. El anuncio de la selección significaba el pistoletazo de salida para una encarnizada lucha entre los prisioneros, o entre diversos grupos, para conseguir, a cualquier precio, tachar de las listas de las víctimas de la deportación el propio nombre o el de un amigo. Aunque todos éramos conscientes que deberíamos encontrar otra víctima para cubrir cada número borrado de la lista, es decir, por cada hombre salvado del viaje. Allí nadie vivía sin que otro muriera…

Primera Fase: El internamiento en el campo

Podríamos distinguir tres fases en la psicología de los prisioneros:

1. Una primera fase que sigue inmediatamente a su internamiento.

2. Una fase de adaptación a la vida del campo.

3. Una tercera que comienza con la liberación.

Mil quinientas personas viajamos en tren durante varios días, y sus correspondientes noches. Cada vagón lo abarrotaban ochenta personas tumbadas encima de su equipaje, lo poco que conservábamos de nuestras pertenencias. Del espacio interior de los coches, tan repletos de gente, sólo quedaba libre la parte superior de las ventanillas, por donde pasaba la claridad grisácea del amanecer. Todos creíamos, y anhelábamos, que nuestro destino sería una fábrica de municiones, pues allí nos emplearían sencillamente como trabajadores forzados. Desconocíamos nuestra situación, no sabíamos si todavía permanecíamos en Silesia o si ya habíamos entrado en Polonia. El silbato de la locomotora sonó con un aire misterioso, parecía lanzar un contenido lamento en consideración al grupo de infelices pasajeros abocados a un destino de perdición. Entonces el tren realizó una maniobra y aminoró la marcha, sin duda nos aproximábamos a una estación. De repente, de la garganta de los pasajeros se escapó un grito angustiado: “Hay una señal que dice Auschwitz!”. Al oírlo todos sintieron paralizárseles el corazón. Ese nombre evocaba las mayores atrocidades que cabía esperar: cámaras de gas, hornos crematorios y el exterminio. El tren avanzaba lentamente, vacilante, como si quisiera evitar, el mayor tiempo posible, que sus pasajeros constatasen la cruda realidad: ¡Auschwitz!

La ilusión del indulto: Es un mecanismo de amortiguación interna percibido por los condenados a muerte justo antes de su ejecución; en ese momento conciben la infundada esperanza -sin apoyatura en ningún dato real- de ser indultados en el último momento. 

Metieron a unas cien mil personas en una barraca acomodada para albergar a unas doscientas como máximo, mientras esperábamos el traslado a otros campos más pequeños. Tiritando de frío y hambrientos, sin un mínimo espacio para sentarnos en cuclillas, y menos para tumbarnos. Un trozo de pan de unos ciento cincuenta gramos fue nuestro único alimento durante cuatro días. En esas duras circunstancias escuché a uno de los prisioneros veteranos, encargado de custodiar el barracón, regatear con un miembro del comité de recepción por un alfiler de corbata de platino y diamantes. Al final, casi todas las ganancias se convertían en tragos de aguardiente. No recuerdo ya cuantos miles de marcos se necesitaban para comprar la cantidad suficiente de aguardiente como para darse el lujo de pasar una “tarde alegre”. Pero si sé que los veteranos dependían de esas bocanadas de aguardiente . ¿Quién podría reprocharles que intentaran amortiguar la conciencia con la modorra del exceso de alcohol? También otro grupo disfrutaba de aguardiente en cantidades ilimitadas, suministradas directamente por las SS: los hombres obligados a trabajar en las cámaras de gas y en los crematorios; esos prisioneros vivían con el continuo ahogo interior de saber que cualquier día serían relevados por otra remesa, y así abandonarían el papel de verdugos, para convertirse ellos mismos en víctimas.

La primera selección

Al atardecer nos explicaron el significado del “juego del dedo”. Se trataba de la primera selección, el primer veredicto sobre nuestra aniquilación o nuestra supervivencia. Para la gran mayoría de nuestra expedición, cerca de un noventa por ciento, significó la muerte, cuya sentencia se ejecutaría en pocas horas. Los de la izquierda pasaron directamente de la estación al crematorio. Ese edificio, según me contó un recluso que trabajaba allí, lucía sobre sus puertas la palabra “baño”, escrita en varios idiomas europeos. Al entrar se le entregaba a cada prisionero una pastilla de jabón, y después… Gracias a Dios no necesito contar lo que sucedía después. Muchos han escrito ya sobre tan terrible horror. 

Los pocos que nos habíamos salvado, del numeroso grupo inicial, conocimos la verdad aquella misma noche. Pregunté a los reclusos antiguos si sabían el posible paradero de mi amigo y colega P.

“Lo enviaron hacia la izquierda?”

“Sí”, contesté.

“Entonces ahí lo tienes”, fue la respuesta.

“¿Dónde?” Su mano señaló una chimenea, situada a unos cientos de metros de nosotros, que escupía una llamarada de fuego al cielo gris de Polonia; esa llamarada se disolvía en una siniestra nube de humo.

Desinfección

Esperamos en un cobertizo que parecía ser la antesala de la cámara de desinfección. Aparecieron los hombres de las SS y extendieron sobre el suelo unas mantas para que depositáramos todos nuestros objetos de valor, relojes y joyas. Para regocijo de los reclusos veteranos, ayudantes de los guardias, aún quedaban entre nosotros algunos ingenuos que preguntaban si podían conservar el anillo de boda, una medalla o algún amuleto de oro. Todavía no nos entraba en la cabeza que nos quitarían todo, absolutamente todo.

Las primeras reacciones

El campamento aún nos reservaba a los primerizos, muchas sorpresas parecidas. Los médicos del grupo fuimos los prisioneros afectados al comprobar las mentiras de los libros de medicina. Siempre se había afirmado la imperiosa necesidad de un número determinado de horas de sueño para sobrevivir. ¡Falso! En la existencia cotidiana yo pensaba que una serie de cosas resultaban imprescindibles: era imposible dormir sin esto, o vivir sin aquello. La primera noche en Auschwitz dormimos en literas de tres pisos. Cada piso ocupaba una superficie de dos por dos metros y medio, aproximadamente; en ese espacio nos acostábamos nueve hombres, directamente sobre los tablones. A cada cajón, es decir, a cada nueve presos, le correspondían dos mantas. Lógicamente, sólo podíamos tendernos de costado, apretujados como sardinas en lata, lo cual tenía la ventaja de ayudarnos a combatir el gélido frío, un frío que se colaba hasta los huesos. Algunos utilizaban sus zapatos cubiertos de lodo como almohadas, aunque estaba prohibido subirlos a las literas. Quedaba otra opción para disfrutar de algo parecido a una almohada, una opción bastante desagradable: consistía en apoyar la cabeza sobre un pliegue casi imposible del brazo por la falta de espacio: resultaba tan inverosímil que el brazo podía dislocarse en cualquier momento. Pues bien, en medio de estas infames condiciones lográbamos conciliar el sueño, un sueño que traía alivio y olvido durante unas pocas horas. 

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Me gustaría señalar alguna sorpresa más de nuestra desconocida capacidad para soportar los envites del campamento: nuestras encías se encontraban más saludables que antes, a pesar de la fuerte carencia vitamínica y de no poder cepillarnos los dientes. Resistíamos medio año con la misma camisa, si a aquello se le podía llamar camisa. 

Otra cosa inexplicable: a veces, cuando las cañerías se helaban, pasábamos varios días sin lavarnos, ni siquiera alguna parte del cuerpo y, sin embargo, las heridas y las llagas de las manos, sucias del trabajo en la tierra, no supuraban (a menos que se congelasen). O, por ejemplo, un prisionero de sueño ligero, que en su vida anterior lo despertaba el más menudo ruido en la habitación contigua, ahora dormía profundamente con otro apretujado a su lado y roncándole ruidosamente en pleno oído. Qué verdad encierra la afirmación de Dostoyevski cuando define al hombre como el ser que se acostumbra a todo. Los prisioneros sabíamos que nos acostumbrábamos a todo, pero desconocíamos cómo… 

¿Lanzarse contra las alambradas?

Lo desesperado de la situación, la amenaza de muerte que día tras día, hora tras hora, minuto a minuto se cernía sobre nosotros, la proximidad de la muerte de otros -la mayoría- conseguían que a casi todos, aunque fuera por un momento, le rondara en la cabeza la idea del suicidio. Fruto de mi sentido de la vida, que más adelante comentaré con detalle, durante la primera noche en el campamento me conjuré conmigo mismo para no lanzarme contra las alambradas. Ésta era la expresión típica de la jerga del campo para describir el método más frecuente de suicidio: tocar la valla de alambre electrificada. 

No resultaba tan difícil, en Auschwitz, tomar la decisión de no lanzarse contra las alambradas. En el fondo, tampoco tenía mucho sentido suicidarse, pues considerando con objetividad las circunstancias, y aplicando un simple cálculo de probabilidades, al prisionero medio le quedaban muy pocas expectativas de vida. Nadie podía atribuirse la certeza de encontrarse entre el pequeño porcentaje de personas capaces de sobrevivir a las sucesivas selecciones que continuamente se practicaban en los campos de concentración. Por eso, en esta primera fase de shock, el prisionero perdía el temor a la muerte. Pasados los primeros días, hasta las cámaras de gas se observaban con un horror atenuado y soportable: al fin y al cabo le ahorraban a uno la decisión y el acto de suicidarse.

“Una cosa os suplico -dijo uno- si es posible, afeitaros a diario, aunque tengáis que rasuraros con un trozo de vidrio, aunque para ello tengáis que cambiar vuestro último pedazo de pan. Así pareceréis más jóvenes y hasta los arañazos producirán un aspecto más lozano en vuestras mejillas. Si queréis seguir vivos, sólo hay un modo de conseguirlo: aparentar capacidad de trabajo. Basta que cojeéis por una pequeña llaga o por una rozadura en el zapato, para que uno de las SS, si se da cuenta, os aparte del trabajo y al día siguiente podéis estar seguros de que os enviará a la cámara de gas.”

Segunda Fase: La vida en el campo

 Lo que duele

La plomiza apatía, la anestesia emocional y la vaga sensación de que a uno ya nunca le importará nada, constituyen los síntomas característicos de la segunda fase de las reacciones psicológicas de los internados en los campos. Esa apatía emocional le permite permanecer impasible ante los continuos sufrimientos diarios. El prisionero enseguida construía, gracias a esa insensibilidad, un caparazón afectivo que actuaba como un íntimo escudo protector. En el campamento uno recibía golpes por cualquier motivo y también sin ningún motivo. Por ejemplo: el pan se repartía en el mismo lugar de trabajo, cuando los prisioneros estábamos perfectamente alineados. En cierta ocasión, mi compañero de atrás se salió unos pocos centímetros de la fila; esa mínima falta de simetría disgustó al guardián de las SS. Detrás de mí se armó un pequeño revuelo, por precaución no volví la cara; también desconocía lo que rondaba por la mente del guardia, pero de repente recibí dos fuertes porrazos en la cabeza. Fue entonces cuando advertí, a mi lado, a un hombre fuerte de las SS que blandía su porra. En esos momentos no es dolor físico lo que más hiere (y eso se aplica tanto a los niños como a los adultos), sino la humillación y la indignación provocadas por la injusticia, por la cruda irracionalidad de todo aquello.

El insulto

El aspecto más lacerante de los golpes era el insulto que solía acompañarles. Una vez arrastrábamos unas largas y pesadas traviesas sobre los raíles helados. Si un hombre resbalaba no sólo se ponía en peligro él, sino a todos los que cargaban la misma traviesa. Un amigo mío tenía una luxación de cadera congénita; podía dar gracias al cielo de estar trabajando, pues los que padecían algún defecto físico eran apartados en la primera selección. Mi amigo, con su cojera, se tambaleaba sobre la vía portando una traviesa especialmente pesada; daba la impresión de caerse en un próximo paso y de arrastrar a los demás con él. En ese momento yo no transportaba ninguna viga, así que con un movimiento casi reflejo salté para ayudarle. Inmediatamente recibí un duro golpe en la espalda y una agria orden para regresar a mi puesto. Pocos minutos antes, ese mismo guardián nos había reprochado que los cerdos como nosotros carecíamos de espíritu de compañerismo.

Los sueños de los prisioneros

Con facilidad se comprende que tal estado de tensión psíquica, junto a la constante necesidad de concentrarse en la tarea de seguir vivos, forzara a los prisioneros a descender a niveles primitivos de vida interior. Algunos de mis colegas del campo, de orientación psicoanalítica, solían referirse a una regresión de los internos en el campamento: un retroceder hacia formas más primitivas de vida mental. Los deseos y aspiraciones se manifestaban con claridad en los sueños.

Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles, cigarrillos y baños de agua templada. La imposibilidad real de consumar esos deseos básicos les empujaba a satisfacerlos en el mundo ilusorio de los sueños. Que este mecanismo resultase beneficioso o no, en términos psicológicos, eso ya es otra cuestión: al final, el prisionero soñador acababa despertándose y regresaba a la realidad de la vida en el campamento, y debía sobreponerse al terrible contraste entre ésta y el espejismo de sus sueños.

Jamás olvidaré aquella noche en que me desperté con los fuerte gemidos de un compañero amigo que se agitaba en sueños bajo el efecto de alguna horrible pesadilla. Yo siempre me he sentido especialmente conmovido ante las personas que sufren delirios o pesadillas angustiosas. Decidí despertar al pobre hombre, pero en el último instante me detuve, retiré rápidamente mi mano asustado por lo que iba a hacer. Comprendí con rapidez, de forma descarnada, que ningún sueño, por muy horrible que fuese, podría ser peor que nuestra actual realidad, una realidad a la que estuve a punto de cometer la crueldad de devolverlo.

Hambre

Solíamos mantener discusiones inacabables sobre lo razonable o irrazonable de los distintos métodos empleados para conservar la ración diaria de pan, que en la época final de nuestro confinamiento sólo se entregaba una vez al día. Predominaban dos enfoques de la cuestión. El primero era partidario de comerse la ración de pan inmediatamente. Aducían un doble motivo: aliviar los dolorosos retortijones del hambre durante un cierto tiempo, al menos una vez al día; y evitar también los posibles robos o extravíos de la ración. El segundo enfoque, fundado en diversos argumentos, prefería los beneficios de dividir la porción en varios trozos. Yo me alisté en este segundo grupo. Tenía sus ventajas:

El despertar era, con mucho, el momento más terrible de las veinticuatro horas de la vida en un campo de concentración. Todavía de noche, los tres agudos silbidos de la sirena nos arrancaban sin piedad del dormir exhausto y de las añoranzas y evasiones de nuestros sueños. Empezaba entonces la pelea para meter los pies, llagados e hinchados por el edema, en nuestros zapatos mojados. A esta primera batalla seguían los refunfuños y quejidos de los incontables inconvenientes habituales; como, por ejemplo, la ruptura del alambre que reemplazaba a los cordones de los zapatos. Una mañana escuché a un camarada -persona valiente y digna- llorar desconsolado como un crío porque sus zapatos habían encogido demasiado y ya no le entraban los pies y, por lo tanto, debería caminar descalzo sobre la nieve. En esos fatídicos minutos yo gozaba del menudo alivio de mordisquear, con inmenso deleite, el trozo de pan guardado desde el día anterior en el bolsillo de mi abrigo.

Sexualidad

La desnutrición, además de provocar la desmesurada preocupación por la comida, quizás explique también la ausencia de deseo sexual durante la vida en el campo. La hambruna y los efectos del shock inicial parecen ser la únicas causas que den razón de un fenómeno observado en el campo y ciertamente llamativo para un psicólogo: la perversión sexual era mínima, muy por debajo de lo previsible en cualquier establecimiento estrictamente masculino (por ejemplo, un cuartel). Incluso en los sueños desaparecía el deseo sexual.

La huída hacia el interior

La oscuridad del alba nos hacía caminar a tientas, y así tropezábamos con las piedras y pisábamos los charcos de aquella única carretera de acceso al campo. Los guardianes nos conducían a culatazos de sus rifles sin dejar en ningún momento de chillarnos. Los que andaban con los pies llagados se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas se oía una palabra entre nosotros porque el viento helado no proporcionaba la conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el hombre que marchaba a mi lado me susurró de  improviso: “¡Si nuestras mujeres nos vieran ahora! Espero que ellas estén mejor en sus campos y desconozcan nuestra situación”. Sus palabras avivaron en mí el recuerdo de mi esposa.

Meditaciones en la zanja

A medida que la vida interior del prisionero se hacía más honda, apreciábamos la belleza del arte y de la naturaleza, quizá por primera vez o con una emoción desconocida. Bajo la viveza de esas vivencias estéticas conseguíamos incluso olvidarnos de las terribles circunstancias de nuestro entorno. Si alguien hubieses visto nuestros rostros radiantes de encanto durante el viaje que nos trasladaba de Auschwitz a un campo de Baviera, cuando contemplábamos las montañas de Salzburgo, con unos picos bañados por la luz crepuscular, asomados por los ventanucos de los vagones de tren, nunca hubiese creído que se trataba de unos hombres sin ninguna esperanza de vida y de libertad. A pesar de este hecho -o quizá precisamente por esto- nos embrujaba la belleza de la naturaleza, de la que el cautiverio nos privó durante tanto tiempo. Hasta en el propio campo podía suceder que cualquiera de los prisioneros atrayese la atención de su camarada de trabajo señalándome una hermosa vista de la luz del crepúsculo a través de las altas copas de los bosques bávaros (igual que la famosa acuarela de Durero). En esos mismos bosques nosotros construíamos un almacén de municiones secreto. Una tarde, ya de regreso en los barracones, derrengados sobre el suelo, muertos de cansancio, con el cuenco de sopa entre las manos, entró de repente uno de los internos para urgirnos a salir del patio y contemplar una maravillosa puesta de sol. Allí, de pie, vimos hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plagado de nubes que continuamente variaban en forma y de color, desde el azul acero al rojo bermellón. Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris desolador de los barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor de aquel cielo tan bello. Luego, tras unos minutos de silencio y emoción, un prisionero le dijo a otro: “¡Qué hermoso podría ser el mundo…!”

Et lux in tenebris lucet. Y la luz brilla en medio de la oscuridad.

Arte en el campo

Cualquier tentativa de buscar arte en el campo adquiría, en general matices grotescos. La posible leve sanción artística, pienso yo, surgía del fantasmagórico contraste entre lo chusco del espectáculo y la desolación de la vida en el campo, que le servía de telón de fondo. Nunca olvidaré que en mi segunda noche en Auschwitz, la música me despertó de un sueño profundo. El vigilante del barracón celebraba una especie de fiestecilla en su habitación, próxima a nuestra puerta. Unas voces achispadas tarareaban canciones conocidas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la noche un violín tocó un tango triste y desesperado, una melodía desconocida y quizá por eso más atractiva. Mientras el violín parecía llorar el tango, una parte de mí también lloraba: aquel día alguien cumplía veinticuatro años. Ese alguien dormitaba en algún lugar de Auschwitz, tal vez a unos cientos o unos miles de metros de mi; aunque esos pocos metros dibujaban una barrera infranqueable. Ese alguien era mi mujer.

El humor en el campo

El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de concentración sorprenderá bastante al profano en esta materia, pero la sorpresa será aún mayor al escuchar que también chispeaba un cierto sentido del humor; claro está, un humor apagado y, aún así, sólo durante unos breves segundos o escasos minutos. El humor es otra de las armas del alma en su lucha por la supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor proporciona el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque sea por un breve tiempo.

Juguete del destino

Para una persona ajena a la condiciones de vida en el campo, le resultaría incomprensible el poco valor que se le concedía a la vida humana. El prisionero ya se encontraba con el corazón endurecido, pero cada vez que se organizaba un convoy de enfermos se avivaba en él esa conciencia de absoluto desprecio por la vida. Los cuerpos demacrados o acartonados se tiraban sobre unas carretillas, empujadas por otros prisioneros a lo largo de varios kilómetros, a veces entre tormentas de nieve, hasta alcanzar el campo más próximo. Si algún pobre enfermo moría antes de salir se le echaba igualmente en la carretilla, ¡porque la lista de prisioneros tenía que cuadrar! La lista era lo único importante. Los hombres sólo contaban por su número de prisionero. Es más, se convertían en un número: estar vivo o muerto carecía de importancia, porque la vida de un número resulta completamente irrelevante. Y todavía importaba menos los que se escondía detrás de la existencia de aquel número: su destino, su historia, su mismo nombre… En un transporte de enfermos desde un campo de Baviera a otro, que yo acompañaba en calidad de médico, se subió un prisionero joven cuyo hermano no estaba apuntado en la lista y a quien, por lo tanto, habríamos tenido que dejar en tierra. El joven imploró con tal insistencia que el guardia decidió cambiar al hermano por un hombre que, de momento, prefería quedarse. Todo resultó muy sencillo: el hermano y el hombre intercambiaron su número de prisioneros, y sus apellidos; poco importaba, pues carecíamos de documentación y nuestra única suerte consistía en conservar el cuerpo que aún respiraba. Así de fácil: ¡Lo importante era que la lista cuadrara!

La libertad interior

Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre mantiene su capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos; también se comprueba cómo algunos eran capaces de superar la apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en aquellos crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física. 

Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que a las personas se les puede arrebatar todo salvo una cosa:

La última de sus libertades humanas -la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino- para decidir su propio camino.

Y es precisamente esta libertad interior la que nadie nos puede arrebatar, la que confiere a la existencia una intención y un sentido.

La principal preocupación de los prisioneros se resumía en esta pregunta:

¿Sobreviviremos al campo de concentración?

De no ser así, aquellos atroces y continuos sufrimientos, ¿para qué valdrían?. Sin embargo, a mí personalmente me angustiaba otra pregunta:

¿Tienen algún sentido estos sufrimientos, estas muertes?

Si carecían de sentido, entonces tampoco lo tendría sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en salvarse o no, es decir, cuyo sentido dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no merecía la pena ser vivida. 

Análisis de la existencia provisional

También los prisioneros sufríamos esa extraña “percepción del tiempo”. Solía ocurrir lo siguiente: una corta unidad de tiempo -un día, por ejemplo-, con sus continuas fatigas y tormentos, parecía no acabar nunca; mientras una unidad de tiempo mayor -una semana- transcurría aparentemente con mucha rapidez. Yo afirmaba, y mis camaradas estaban de acuerdo conmigo, que en el campo, el día duraba más que la semana. ¡Cuán paradójica resultaba nuestra percepción del tiempo!

La persona que se dejaba vencer interiormente ante la ausencia de metas futuras ocupaba y llenaba sus pensamientos de recuerdos. Ya me he referido con anterioridad a esa tendencia a refugiarse en el pasado como un recurso para apaciguar los horrores del presente, al mostrarlos así con menor sensación de realidad. Pero despojar al presente de su genuina realidad entraña ciertos riesgos. Si se dejaban inundar por ese tono de irrealidad, el prisionero se desentendía con facilidad de aprovechar las ocasiones de realizar las acciones positivas que el campo le brindaba, y esas oportunidades existían de verdad, eran reales. Considerar nuestra experiencia provisional como algo irreal constituía un factor primordial para que la vida se les fuese entre las manos a los prisioneros, porque todo se revestía como carente de sentido. Tales personas olvidaban que, en multitud de ocasiones, son las circunstancias excepcionalmente adversas o difíciles las que otorgan al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar las dificultades del campo como una prueba de su entereza humana, juzgaban su situación como un error o un paréntesis del destino, como algo privado de cualquier consistencia existencial. Preferían cerrar los ojos y refugiarse en el pasado. Para esas personas se oscurece el sentido de la vida, la vida pierde todo su sentido.

Se podría afirmar que buena parte de los prisioneros del campo de concentración creyeron que en esas circunstancias el destino les liberaba de la tarea de la autorrealización, cuando en realidad allí se les ofrecía una oportunidad y un desafío. Cada uno podía convertir esa tremenda experiencia en una victoria, transformar su vida en un triunfo interior; o bien, desdeñando el reto, limitarse a vegetar, tal y como hicieron la mayoría de los prisioneros.

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Spinoza, educador

El prisionero que perdía la fe en el futuro -en su futuro- estaba condenado. Con la quiebra de la confianza en el futuro faltaban, asimismo, las fuerzas del asidero espiritual; el prisionero se abandonaba y decaía, se convertía en sujeto del aniquilamiento físico y mental. Normalmente esto se producía de repente, en forma de crisis, cuyos síntomas resultaban familiares para el recluso experimentado. Todos temíamos este momento inicial de la crisis, no tanto por nosotros mismos, que entonces ya no tendría especial importancia, sino por nuestros amigos. Solía comenzar cuando el prisionero se negaba a vestirse y a lavarse, o a salir fuera del barracón a la hora de formar. Ni las súplicas, ni los golpes, ni las amenazas surgían efecto alguno. Se limitaba a quedarse en su lugar, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en enfermedad, entonces rehusaba ser conducido a la enfermería o aceptar cualquier tipo de ayuda. Sencillamente se daba por vencido. Permanecía allí, tendido sobre sus propios excrementos, sin importarle nada.

Una vez fui testigo del estrecho nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y este peligroso darse por vencido. F. el jefe de mi barracón, compositor y libretista famoso, me confió un día:

“Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un extraño sueño. Una voz me invitaba a desear cualquier cosas, bastaba con preguntar lo que quería conocer y mis preguntas serían satisfechas de inmediato. ¿Sabe qué pregunté? Cuándo terminaría la guerra para mi. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Conocer cuándo seríamos liberados los de este campo y cuando terminarían nuestros sufrimientos”.

“¿Y cuándo tuvo usted ese sueño?”, le pregunté.

“En febrero de 1945”, contestó. Por entonces estábamos a principios de marzo.

“¿Qué respondió la voz en su sueño?”

En voz baja, casi furtivamente, me susurró:

“El 30 de marzo”

Cuando F. me contó aquel sueño todavía se encontraba rebosante de esperanza y convencido de la certeza y veracidad del oráculo de la voz. Sin embargo, a medida que se acercaba el día prometido, las noticias que recibíamos sobre la guerra menguaban las esperanzas de ser liberados en la fecha indicada. El 29 de marzo, de repente, el día en que según su profecía terminaría la guerra y el sufrimiento para él. empezó a delirar y perdió la conciencia. El 31 de marzo falleció. Según todas las apariencias murió de tifus…

Los que conocen la estrecha relación entre el estado de ánimo de una persona -su valor y su esperanza, o su falta de ambos- y el estado de su sistema inmunológico comprenderán cómo la pérdida repentina de la esperanza y el valor pueden desencadenar un desenlace mortal. La causa última de la muerte de mi amigo fue la honda decepción que le produjo no ser liberado en el día señalado. De pronto se debilitó la resistencia de su organismo y sus defensas disminuyeron, dejándole a merced de la infección tifoidea latente, Su esperanza en el futuro y su voluntad de vivir se paralizaron, y su cuerpo sucumbió víctima de la enfermedad. Después de todo, la voz de sus sueños se hizo realidad.

La observación de este caso, y sus consecuencias psicológicas, concuerda con un hecho que el médico del campo me hizo notar: la tasa de mortandad semanal durante las Navidades de 1944 y el Año Nuevo de 1945 superó en mucho las estadísticas habituales del campo. En su opinión, la explicación de este aumento de mortalidad no había que buscarla en el empeoramiento de las condiciones de trabajo, ni en una disminución de la ración alimenticia, ni en un cambio climatológico, ni en el brote de nuevas epidemias. A su entender, se trataba sencillamente de la ingenua esperanza que abrigaron la mayoría de los presos de ser liberados por las fiestas navideñas. Según se acercaba esa fecha, y al no recibir ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su valor y les venció el desaliento. Muchos de ellos murieron al debilitarse su capacidad de resistencia.

El sentido de la vida

Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y también enseñar a los hombres desesperados que en realidad:

 No importa que no esperemos nada de la vida, 

sino que la vida espere algo de nosotros

Dejemos de interrogarnos sobre el sentido de la vida y, en cambio, pensemos en lo que la existencia nos reclama continua e incesantemente. Y respondamos no con palabras, ni con meditaciones, sino con el valor y la conducta recta y adecuada. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular.

Algo nos espera

Recuerdo dos casos de suicidio frustrado que guardan entre sí una sorprendente semejanza. Los dos prisioneros habían manifestado sus intenciones de suicidarse; ambos aducían el típico argumento del campo: ya no esperaban nada de la vida. La terapia, según los expuesto con anterioridad, consistía en hacerles comprender que la vida sí esperaba algo de ellos. A uno de ellos le esperaba en el extranjero su hijo, un hijo al que adoraba. En el otro caso no se trataba de una persona sino de una cosa: ¡su obra! Era un científico que había iniciado la publicación de una colección de libros aún por concluir. Nadie más que él podía acabar ese trabajo, igual que nadie podía reemplazar al padre en el cariño a su hijo.

Esta unicidad y singularidad que diferencian a cada individuo y confieren un sentido a su existencia, se fundamenta en su trabajo creador y en su capacidad de amar. Cuando se acepta a la persona como un ser irrepetible, insustituible, entonces surge en toda su trascendencia la responsabilidad que la persona asume ante el sentido de su existencia. Una persona consciente de su responsabilidad ante otro ser humano que lo aguarda con todo su corazón, o ante una obra inconclusa, jamás podrá tirar su vida por la borda. Conoce el porqué de su existencia y será capaz de soportar casi cualquier cómo.

Una palabra a tiempo

Las ocasiones para aplicar la psicoterapia colectiva eran, lógicamente, muy escasas. El buen ejemplo resultaba más convincente que las palabras. Por ejemplo, los jefes de barracón humanitarios, precisamente por su forma de ser y de actuar, gozaban de miles de oportunidades para ejercer su profundo influjo sobre los reclusos que se encontraban bajo su jurisdicción. La influencia inmediata de una determinada conducta es siempre más eficaz que las palabras. Aunque a veces una palabra también resulta eficiente, especialmente si la receptividad del otro se ve incrementada por efecto de las circunstancias. Recuerdo un incidente que permitió aplicar una breve sesión de psicoterapia colectiva con los prisioneros de un barracón, gracias a una concreta situación externa que acrecentó la necesidad interior de confianza.

Fue un mal día. Poco antes, a la hora de pasar revista, se leyó un manifiesto sobre los nuevos actos que, de ahí en adelante, se considerarían acciones de sabotaje y, por consiguiente, se castigarían con la horca. Entre esas faltas se incluían menudencias como cortar pequeñas tiras de nuestras viejas mantas para vendarnos los tobillos, y otros robos mínimos. Unos días antes, un prisionero al borde de la inanición, entró en el almacén de víveres y robó unos pocos kilos de patatas. El robo se descubrió y algunos prisioneros reconocieron al ladrón. Cuando se enteraron las autoridades del campo, ordenaron que les entregásemos al culpable; en caso contrario, todo el campo sufriría ayuno de un día completo. Por supuesto que los dos mil quinientos hombres del campo prefirieron callar.

La tarde de aquel día de ayuno yacíamos extenuados en los camastros con el ánimo abatido. Apenas se pronunciaban palabras y si alguna se mascullaba se hacía con un deje de irritación. Para colmo se apagó la luz. Cundió un abismal desánimo. Pero el experimentado jefe de nuestro barracón, un hombre sabio, improvisó una corta charla sobre los pensamientos y los sentimientos que en aquellos instantes bullían en nuestras mentes: recordó a los muchos compañeros muertos en los últimos días, por enfermedad o por suicidio; aunque seguramente -añadió- la causa de su muerte, la verdadera razón, fuese el abandono de toda y cualquier esperanza. Tenía que existir algún medio -afirmó- para evitar que los prisioneros se desmoronaran hasta esos estados tan extremos. Y al decir estas últimas palabras me señalaba a mí para que les aconsejara.

Bien sabe Dios que no me encontraba en la mejor disposición para improvisar una disertación psicológica o predicar una especie de sermón que ofreciera a mis camaradas algún atisbo de consuelo médico. Tenía frío y hambre, estaba agotado y me sentía irritable. Con un gran esfuerzo me sobrepuse para aprovechar la oportunidad, pues en aquel momento era más necesario que nunca infundir ánimos.

Asistencia psicológica

Empecé por recurrir al más trivial de los consuelos: a pesar de estar metidos en el sexto invierno de la Segunda Guerra Mundial, nuestra situación no era la peor de las posibles. Cabría preguntarse a sí mismo qué pérdidas irreparables había sufrido hasta ese momento; y di por sentado que para la mayoría eran escasas pérdidas de este tipo. Los aún supervivientes teníamos razones para sostener la esperanza: la salud, la familia, la felicidad, las capacidades profesionales, la fortuna material, la posición social… Todas esas cosas todavía se podían recuperar o adquirir. Incluso nuestras vivencias en el campo quizá supusiesen una ganancia interior para el futuro… Y cité a Nietzsche: “Todo lo que no acaba conmigo me hace más fuerte”.

Luego aludí al futuro inmediato. Afirmé con sencillez que, considerado con imparcialidad, éste se presentaba bastante negro. Cada uno de nosotros podía aventurar que sus posibilidades de supervivencia eran mínimas. Calculé que mis probabilidades de supervivencia, a pesar de la erradicación de la epidemia de tifus, se encontraban en razón de 1/20. Sin embargo, reafirmé mi decidida intención de no perder la esperanza y tirarlo todo por la borda, pues desconocíamos qué podría depararnos el futuro, ni incluso en la hora siguiente. Y aunque no cabía esperar ningún milagro militar en los próximos días, quién mejor que nosotros, con nuestra larga experiencia en los campos, conocía los imprevisibles vaivenes de la suerte, al menos a nivel individual. La suerte del prisionero se presentaba de improviso, así: una mañana uno era destinado a un grupo especial de trabajo que gozaba de unas condiciones laborales particularmente favorables…

Pero no sólo hablé del futuro y del velo que lo cubría. También me referí al pasado: de todas sus alegrías y de la luz que irradiaba a pesar de la oscuridad del presente. Y para alejar de mis palabras el tono de un predicador, de nuevo cité al poeta: 

Ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que has vivido” 

Y esa afirmación abarca a cualquier cosa de nuestra existencia, no sólo a las vivencias profundas: los pensamientos, los sufrimientos, las acciones… Nada se ha perdido, aunque pertenezca al pasado, porque nosotros lo hemos abierto al ser, y haber sido es también una forma de ser, quizá la más segura de ser.

A continuación me detuve en explicar la multitud de posibilidades que existen para llenar de sentido mi vida. Mientras mis camaradas yacían inmóviles, aunque a veces se escuchaba algún lánguido gimoteo, les dije que la vida humana no cesa nunca, bajo ninguna circunstancia, y que ese inabarcable sentido de la vida también incluye el sufrimiento y la agonía, las privaciones y la muerte. Rogué a aquellas pobres criaturas que escuchaban atentamente en la oscuridad del barracón que encararan con gallardía la gravedad de nuestra situación. Sin dejarse abatir por la desesperanza, antes bien deberían alimentar la certeza de que esa lucha aparentemente desesperada no dañaría el sentido ni la dignidad de nuestra existencia. Les aseguré que en las horas difíciles siempre teníamos a alguien -un amigo, una esposa, un vivo o un muerto, o un Dios- que observaba nuestro comportamiento ante el destino; y ese alguien deseaba que no lo decepcionáramos, al contrario, esperaba que sufriéramos, con orgullo -y no miserablemente- y que muriéramos con dignidad. 

Finalmente me referí a los sufrimientos de aquellos momentos que para cada uno atesoraban un sentido especial. Era la naturaleza de ese sacrificio la que lo presentaba como absurdo para el mundo normal, donde impera el éxito material. Nuestro sacrificio sí escondía un sentido. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza, no tendrían dificutades para entenderlo. Les conté la historia de un camarada que, al ingresar en el campo, quiso hacer un pacto con el cielo para que su holocausto y su muerte salvaran al ser querido de un doloroso final. Para ese hombre el sufrimiento y la muerte, su sacrificio, tuvo un sentido significativo.

Por nada del mundo quería morir, ninguno de nosotros deseábamos tal cosa. El propósito de mis palabras era dotar a nuestras vidas de un sentido pleno, en aquel momento y en aquel lugar, precisamente en aquel barracón y en aquella situación prácticamente desesperada. Al rato, cuando de nuevo se encendieron las luces, comprobé que mi parlamento logró su objetivo, pues las miserables figuras de mis camaradas se acercaron renqueantes a darme las gracias, con lágrimas en los ojos. No obstante, he de confesar aquí que en escasas ocasiones me encontré con fuerzas interiores para establecer ese tipo de contacto con mis compañeros de sufrimiento; por lo tanto, es muy posible que perdiera muchas oportunidades de ofrecer ese consuelo.

Psicología de los guardias del campamento

De todo lo expuesto debemos concluir que hay dos razas de personas en el mundo y nada más que dos: “la raza de los decentes y la raza de los indecentes. Ambas se entremezclan en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo social se compone exclusivamente de un grupo u otro. En este sentido, ningún grupo es de pura raza. Por eso, a veces, asomaba entre los guardias alguna persona decente.

La historia nos brindó la oportunidad de conocer al ser humano quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Quién es, en realidad, el ser humano? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó la cámara de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración. 

Tercera fase: Después de la liberación

El desahogo

Durante esta fase psicológica observé que en las personalidades más primitivas hizo mayores estragos la brutalidad que dominaba la vida en el campo; les resultaba muy difícil sustraerse a esas experiencias. Ya libres, consideraban que estaban en su derecho para usar la libertad de una manera licenciosa y arbitraria, sin sujetarse a ninguna norma. Lo único que cambió para ellos es que pasaron de oprimidos a opresores. Se convirtieron en instigadores, ya no víctimas, de la violencia y la injusticia. Disculpaban su comportamiento como la justa satisfacción antes sus terribles y dramáticos sufrimientos, y extendían su proceder hasta las situaciones más inofensivas. En una ocasión paseaba con un amigo camino del campo de concentración. Casi sin darnos cuenta, llegamos a un prado de espigas verdes. Automáticamente yo las evité, pero mi amigo me agarró del brazo y me arrastró hacia el sembrado. Intenté balbucir algo así como no tronchar las tiernas espigas. Él se enfado conmigo, me miró airado y gritó:

“¡No me digas! ¿ No nos han pisado bastante a nosotros? Mataron a mi mujer y a mi hijo en la cámara de gas- por no mencionar lo demás-, y tú me vas a prohibir destrozar unas pocas espigas de trigo…”

Costaba tiempo y paciencia reconducir a esas personas a aceptar la verdad lisa y llana de que a nadie le está permitido hacer el mal, ni aún cuando la injusticia se hubiese cebado contra él. Debían de admitir de nuevo el valor de esta verdad, porque las consecuencias iban más allá de la pérdida de unos cientos granos de trigo. Todavía recuerdo a aquel prisionero que, arremangándose la camisa, metió su mano derecha bajo mi nariz y chilló: “¡Que me corten la mano si no me la tiño de sangre el día de mi regreso a casa!”. Quisiera recalcar que el autor de estas palabras no era una mala persona: fue el mejor de los camaradas en el campo y también después.

Páginas atrás nos referimos a la necesidad de infundir ánimos en el prisionero para solventar su dramática situación: eso se conseguía proponiéndole metas futuras, presentándole un porvenir con sentido. Era preciso recordarle que la vida le esperaba, que un ser querido aguardaba su regreso con ansia. ¿Y después de la liberación? Algunos se encontraron con que nadie les esperaba ya.

¡Pobre de aquel que no encontró a la persona cuyo sólo recuerdo le infundía valor en el campo! Desdichado quien al regresar descubrió una realidad totalmente distinta a la íntimamente añorada durante los años de cautiverio! Quizá se subió en un tranvía y viajó hacia la casa de sus recuerdos, quizá llamó al timbre, como tantas veces lo soñó en el campo, pero no le abrió la persona esperada porque no estaba allí, ni nunca volverá.

En el campo nos habíamos confesado, en confidencia de amigos, que en la tierra no había una alegría que compensase los sufrimientos soportados en aquella lastimera existencia. No esperábamos disfrutar la felicidad, no era eso lo que confería valor y sentido a nuestro sufrimiento, a nuestro sacrificio, a nuestra agonía. Sin embargo, tampoco estábamos preparado para la infelicidad. Ese desencanto, que aguardaba a un número no desdeñable de exprisioneros, resultó una experiencia ardua y dolorosa de sobrellevar, y también muy difícil de tratar desde la vertiente técnica del psiquiatra. Aunque esa dificultad no tendría que desalentar al psiquiatra, al contrario, debería constituir un acicate y un estímulo más.

Transcurrido el tiempo, para todos y cada uno de los prisioneros llegó el día en que, al volver la vista atrás, hacia aquella espeluznante experiencia del campo de concentración, les resultaba imposible comprender cómo fueron capaces de soportarlo. Del mismo modo que la liberación les pareció un bello sueño, ahora las atroces vivencias del campo resonaban como el eco lejano de una pesadilla fatal.

Al final de nuestra andadura, tras describir la psicología del prisionero de un campo de concentración, hemos de reconocer que la vuelta de aquel mundo ignominioso al caluroso hogar, provocaba una maravillosa sensación de fortaleza interior, pues después de soportar aquellos increíbles sufrimientos, uno ya no tenía nada que temer.

 

Conceptos básicos de Logoterapia

Logoterapia: la teoría psicológica que Viktor Frankl desarrolló después de su experiencia en los campos de concentración.

La logoterapia mira más bien hacia el futuro, es decir, al sentido y los valores que el paciente quiere realizar en el futuro. La logoterapia, ciertamente, es una psicoterapia centrada en el sentido. Al mismo tiempo, la logoterapia rompe el círculo vicioso y los mecanismos de retroalimentación que juegan un papel tan crucial en el desarrollo de la neurosis. De esta forma se quiebra el típico egocentrismo del neurótico, en vez de encontrarse constantemente alimentado y fortalecido.

De acuerdo con la logoterapia, la primera fuerza motivante del hombre es la lucha por encontrarle un sentido a su propia vida.

La voluntad del sentido 

Hace unos años se realizó en Franca una encuesta de opinión. Los resultados demostraron que el 89% de la población reconocía que el ser humano necesita algo por lo que vivir. Todavía más, un 61% afirmaba tener algo o alguien en su vida por cuya causa estaba dispuesto incluso a morir. 

Nosotros no inventamos el sentido de nuestra vida, nosotros lo descubrimos.

Como dice el dicho alemán: “La mejor almohada es una buena conciencia”

Noodinámica

Me atrevería a afirmar que nada en el mundo ayuda a sobrevivir, aún en las peores condiciones, como la conciencia de que la vida esconde un sentido. Hay mucha sabiduría en las palabras de Nietzsche: 

“El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”

Yo descubro en esas palabras un motor válido para cualquier psicoterapia. Los campos de concentración nazis dan fe de que los prisioneros más aptos para la supervivencia resultaron ser aquellos a quienes esperaba alguna persona o les apremiaba la responsabilidad de acabar una tarea o cumplir una misión.

Lo expuesto con anterioridad confirma que la salud psíquica precisa un cierto grado de tensión interior, la tensión existente entre lo que uno ha logrado y lo que le queda por conseguir, o la distancia entre lo que uno es y lo que podría llegar a ser. Una tensión de esta naturaleza es inherente al ser humano y, por consiguiente, indispensable para su bienestar psíquico. En consecuencia, convendría no acobardarse y situar al ser humano frente a frente al sentido de su existencia. Únicamente así despertaremos el estado de latencia de su voluntad de sentido. 

Considero una concepción errónea y peligrosa para la psicohigiene dar por supuesto que una persona necesita ante todo equilibrio interior, o como se denomina en biología “homeostasis”: un estado sin tensiones, en equilibrio biológico interno. El ser humano no necesita realmente vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta o una misión que merezca la pena. Vivir sin tensiones a cualquier precio no resulta un proceder psicohigiénico, es más beneficioso sentir la urgencia de una misión por cumplir o el apremio del cumplimiento del deber.

El vacío existencial

El vacío existencial se manifiesta principalmente en un estado de aburrimiento. Hoy entendemos mejor a Schopenhauer cuando afirmaba que, aparentemente, la humanidad estaba condenada a oscilar eternamente entre los extremos de la tensión y el aburrimiento. 

De hecho, en la actualidad, el hastío genera más problemas que la tensión y, desde luego, envía a más personas a la consulta del psiquiatra. Toda esa problemática se agudizó en las últimas décadas, pues la progresiva automatización redunda en un gradual aumento del tiempo de ocio. La pena de este desarrollo es que, quizá, muchos no sepan en qué emplear este tiempo libre, recién conquistado.

La existencia de la existencia

La autorrealización por sí misma no puede situarse como meta. No debe considerarse el mundo como simple expresión de uno mismo, ni tampoco como mero instrumento, o como un medio para conseguir la ansiada autorrealización. En ambos casos la visión del mundo, se convierte en menosprecio del mundo.

A esta característica esencial del ser humano la designé “autotrascendencia de la existencia”: ser persona implica dirigirse hacia algo o alguien distinto a uno mismo, bien sea realizar un valor, alcanzar un sentido o encontrar a otro ser humano. Cuanto más se olvida uno de sí mismo -al entregarse a una causa o a una persona amada- más se le escapa de las manos, pues la verdadera autorrealización sólo es el efecto profundo del cumplimiento acabado del sentido de la vida. En otras palabras, la autorrealización no se logra a la manera de un fin, más bien como el fruto legítimo de la propia trascendencia. 

Ya avisé que el sentido de la vida cambia continuamente, pero no cesa nunca de existir. De acuerdo con la logoterapia, podemos descubrir o realizar el sentido de la vida según tres modos diferentes: 

1. Realizando una acción: resultan obvios los recursos necesarios para alcanzarlo.

2. Mediante el amor: El único camino para llegar a los más profundo de la personalidad del ser humano.

3. Por el sufrimiento: Lo explico en el siguiente apartado, porque es más complejo.

El sentido del sufrimiento

Cuando uno se enfrenta con un destino ineludible, inapelable e irrevocable (una enfermedad incurable, un cáncer terminal…), entonces la vida ofrece la oportunidad de realizar el valor supremos, de cumplir el sentido más profundo: aceptar el sufrimiento. El valor no reside en el sufrimiento en sí, sino en la actitud frente al sufrimiento, en nuestra actitud para soportar ese sufrimiento.

Citaré un ejemplo muy claro: 

Un doctor en medicina general me consultó sobre la fuerte depresión que padecía. Era incapaz de sobreponerse al dolor del fallecimiento de su esposa, con quien compartió un matrimonio excepcionalmente feliz. Su esposa había muerto dos años atrás. 

¿Cómo podía ayudarle? ¿Qué decirle? Me abstuve de comentarle nada y, en vez de ello, le pregunté: 

“¿Qué habría sucedido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa hubiese sobrevivido?

“Bueno -dijo- para ella habría sido terrible, ¡sufría muchísimo!” Ante lo cual repliqué: “Lo ve, doctor, usted le ha ahorrado a ella todo ese sufrimiento; pero para conseguirlo ha tenido que llorar su muerte”.

No dijo nada, me tomó la mano y, abandonó mi consulta. 

El sufrimiento deja de ser sufrimiento, en cierto modo, en cuanto encuentra un sentido, como sucede con el sacrificio. Claro está que en este caso no se consumó una terapia en el sentido estricto de la expresión, pues la desesperación de aquel hombre no era patológica y yo no podía devolverle la vida a su esposa. Pero sí acerté a modificar su actitud hacia su destino inevitable, de tal modo que a partir de entonces encontró un sentido a su sufrimiento. 

Uno de los axiomas básicos de la logoterapia mantiene que la preocupación primordial del ser humano no es gozar del placer, o evitar el dolor, sino buscarle un sentido a la vida. Y en esas condiciones el ser humano está dispuesto hasta a aceptar el sufrimiento, siempre que ese sufrimiento atesore un sentido.

Crítica al pandeterminismo

El ser humano no está absolutamente condicionado y determinado; al contrario, es él quien decide si cede ante determinadas circunstancias o si resiste frente a ellas. En otras palabras, el ser humano, en última instancia, se determina a sí mismo. Una persona no se limita a existir, sino que decide cómo será su existencia, en qué se convertirá en el minuto siguiente.

¡Cómo predecir el comportamiento de un hombre! Somos capaces de adivinar los movimientos de una máquina, o de un autómata; más aún, incluso se puede intentar predecir los mecanismos o los dinamismos de la psique humana. Pero el ser humano es algo más que psique.

La libertad no es la última palabra. La libertad es una parte de la historia y la mitad de la verdad. La libertad es la cara negativa de cualquier fenómeno humano, cuya cara positiva es la responsabilidad. De hecho, la libertad se encuentra en peligro de degenerar en mera arbitrariedad salvo si se ejerce en términos de responsabilidad. Por eso yo aconsejo que la estatua de la Libertad en la costa este de los Estados Unidos se complemente con la estatua de la Responsabilidad en la costa oeste.